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“El caso Alejandro Gil: cuando la justicia en Cuba se convierte en un teatro político”

Por: Perceo Sandoval


El proceso judicial contra el exministro de Economía de Cuba, Alejandro Gil Fernández, ha sacudido el panorama político del país. La Fiscalía lo acusa de delitos graves como espionaje, malversación, cohecho y lavado de activos. Sin embargo, más que un acto de justicia, muchos observadores ven en este caso un intento del régimen por proyectar una imagen de “mano dura” ante la corrupción, mientras encubre sus propias responsabilidades. En un sistema tan vertical y centralizado como el cubano, resulta poco creíble que un funcionario del rango de Gil actuara sin la aprobación o el conocimiento de sus superiores.


El 31 de octubre de 2025, la Fiscalía General de la República anunció formalmente la acción penal contra Gil Fernández y otros implicados. Los cargos son abrumadores y se presentan como un ejemplo de lucha contra la impunidad. No obstante, las inconsistencias en la información oficial y la falta de transparencia despiertan más sospechas que confianza. La hija del exministro, Laura María Gil González, exigió un juicio público y televisado, afirmando que el comunicado estatal está plagado de “detalles sueltos”. Las preguntas que la ciudadanía se hace, ¿a qué países habría espiado?, ¿qué beneficios obtuvo?, ¿dónde están las pruebas?, siguen sin respuesta.


En la historia de los regímenes autoritarios, los juicios de alto perfil suelen tener una función política más que judicial: distraer, disciplinar y reafirmar el control del poder. El caso Gil Fernández parece seguir ese patrón. En medio de una crisis económica sin precedentes, con apagones, desabastecimiento y éxodo masivo, el gobierno necesita un enemigo interno que canalice el descontento popular. Pero el problema es estructural: la corrupción no nace en un ministerio, sino en un sistema que concentra las decisiones en la cúpula del poder, sin transparencia ni rendición de cuentas.


Resulta imposible desvincular este proceso del contexto político que lo rodea. Si realmente se buscara justicia, la investigación debería alcanzar a figuras como el primer ministro Manuel Marrero o incluso al propio Miguel Díaz-Canel, bajo cuya administración se tomaron las decisiones económicas más cuestionadas de los últimos años. Sin embargo, el silencio en torno a ellos demuestra que el juicio contra Gil no es una purga de corrupción, sino una operación de control. Un “chivo expiatorio” sacrificado para mantener intacto el poder de quienes verdaderamente deciden el rumbo del país.


El caso Alejandro Gil Fernández no solo revela un escándalo judicial, sino también la profunda crisis de legitimidad del régimen cubano. La justicia, una vez más, se convierte en instrumento político y no en garante de verdad. Mientras no exista independencia judicial ni transparencia institucional, los juicios seguirán siendo pantomimas diseñadas para proteger al sistema, no para sanarlo.

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