Internet en Cuba: una telaraña estatal

Por: Diana Mendiluza Díaz

En Cuba, la conexión a Internet es una ventana entreabierta, deja entrar algo de luz, pero también filtra la mirada que viene desde afuera. Si bien más del 60 % de la población tiene acceso a internet -un dato que puede parecer promisorio- la realidad es que esa conexión llega condicionada. Quien se atreve a mirar hacia el mundo también está siendo observado. En esta isla que flota entre dos siglos, lo digital no ha traído del todo la libertad; en muchos casos, ha intensificado el control.

La expansión de Internet en Cuba, sobre todo a partir de 2008 con la habilitación del servicio de datos móviles, representó un parteaguas. La ciudadanía, durante décadas sometida al monopolio informativo estatal, accedió por primera vez, a plataformas globales de comunicación e información. Las redes sociales se convirtieron, en poco tiempo, en el ágora donde circulan denuncias, debates y pequeñas formas de resistencia. Pero también se transformaron en un terreno minado; porque si bien la tecnología conecta, el poder, cuando se siente amenazado, censura, vigila y castiga.

El Estado cubano ha desarrollado un aparato sofisticado de vigilancia y censura digital. Durante eventos de movilización social, como las protestas del 11 de julio de 2021, el gobierno interrumpió por completo el servicio de Internet a nivel nacional durante varios días. Diversas organizaciones documentaron esos cortes como actos deliberados para reprimir la libertad de expresión y evitar que los ciudadanos compartan evidencias de abusos a los derechos humanos.

Muchos usuarios cubanos conocen historias de amigos o familiares que han sido citados por la Seguridad del Estado tras emitir opiniones críticas en Facebook o grupos de WhatsApp. En algunos casos, son acusados de “propagación de noticias falsas”, “incitación al desorden” o “desacato”. Las redes se convierten así en una especie de zona gris donde la libertad no está garantizada, sino tolerada de forma precaria.

El activismo digital en Cuba se ha convertido en un acto de coraje cotidiano. Desde periodistas independientes hasta influencers, pasando por artistas, programadores, académicos y jóvenes estudiantes, múltiples voces han emergido desde la red para interpelar al poder. Pero cada voz crítica lleva sobre sí el peso del riesgo. No se trata únicamente de bloqueos o expulsiones de plataformas oficiales, también se enfrentan a detenciones arbitrarias, acoso, campañas de descrédito, expulsiones académicas o laborales, e incluso vigilancia en sus domicilios.

Al mismo tiempo, el Estado ha impulsado estrategias activas para controlar el discurso online. A través de perfiles anónimos y cuentas falsas -las llamadas ciberclarias- se ejecutan campañas de desinformación y acoso digital contra opositores, periodistas o ciudadanos críticos. Como si de un teatro de sombras se tratara, el poder multiplica su presencia virtual para intentar silenciar la pluralidad de voces.

El problema de fondo no es solo tecnológico, es político y profundamente ético. El acceso a Internet no puede considerarse pleno si no está acompañado por garantías de libertad de expresión, privacidad y seguridad. En su Declaración Conjunta sobre Libertad de Expresión e Internet (2011), la ONU estableció que los mismos derechos que las personas tienen fuera de línea deben ser protegidos en línea, incluyendo el derecho a expresarse libremente sin temor a represalias. Cuba, sin embargo, ha optado por la criminalización del disenso digital como política de Estado.

Detrás de esta política estatal no solo hay decisiones ideológicas, hay también una arquitectura empresarial diseñada para sostener el control. ETECSA es la única empresa de telecomunicaciones en Cuba, pero no actúa como garante de derechos, sino como instrumento de dominación subordinada a GAESA, el conglomerado militar que domina toda la economía nacional. Sin dudas, una telaraña estatal, que tras el tarifazo informó el primer Ministro Manuel Marrero Cruz, en el marco de la Asamblea Nacional, que a “tan solo 46 días ETECSA había recaudado 24 millones” a costa del sacrificio de los cubanos en la diáspora.

En este contexto, la brecha digital no se limita a lo técnico -quién tiene o no acceso a una red-, sino que se expande hacia lo simbólico y lo político: ¿quién puede usar esa red para decir lo que piensa sin ser castigado? ¿Qué tipo de ciudadanía se está construyendo cuando el derecho a expresarse es regulado por la famosa Ley 35?

El acceso a Internet en Cuba no puede celebrarse como un logro mientras siga sujeto al chantaje de la censura, amparado en la legislación, bajo una amplia y ambigua interpretación. En tiempos donde las redes son espacios de amistad, encuentros de cultura, libertad de expresión y participación digital, limitar su libre uso es negar también el presente. Cuba necesita una red que no sea una telaraña estatal, sino un puente entre la isla y su derecho a imaginar un porvenir distinto.


Foto: unsplash.com

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