Santiago de Cuba
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"Cuba: anatomía de un control total de la “coletilla” al silencio interior".
Por: Perceo Sandoval
Desde 1959, el poder en Cuba convirtió la censura en un sistema de gobierno, no en un conjunto de medidas aisladas. No se trató solo del cierre de Diario de la Marina o Prensa Libre ni de negar la libertad de prensa: se trató de rediseñar el ecosistema cultural y social para que todo del peinado a la metáfora, respondiera a una ortodoxia única. La “coletilla” que se añadía a los textos críticos fue más que un mecanismo de agravio público: instituyó la regla de que toda lectura debía venir con interpretación oficial. Ese principio se volvió doctrina cultural con la idea de que solo lo “dentro de la Revolución” era tolerable; todo lo demás, sospechoso por definición.
La represión estética pelo largo, pantalones ajustados, rock inglés no fue un capricho moralista, sino tecnología de control: uniformar la apariencia para disciplinar la mente. El deporte y el arte quedaron bajo una misma lógica de parametración: el atleta debía representar una épica proletaria impecable y el creador, ilustrar los marcos ideológicos del momento. De esa lógica nacieron momentos que marcaron generaciones: épocas de purgas culturales, campos de trabajo para “desviados” y la práctica de desterrar del espacio público a quien osara pensar por cuenta propia. El mensaje era transparente: el Estado no solo decide qué se publica; decide también qué es aceptable desear, escuchar, vestir o admirar.
Ese control bajó al tejido fino de la vida común. Los Comités de Defensa de la Revolución institucionalizaron la vigilancia de vecindario, la libreta de racionamiento ató la subsistencia a la obediencia y la escuela, con su currículo militante convirtió la ideología en lengua materna. La prensa oficial ocupó el lugar de árbitro moral, mientras la autocensura se volvió un instinto de supervivencia. El resultado no fue únicamente la ausencia de pluralismo informativo, sino la erosión de la esfera íntima: la sociedad aprendió a hablar en “doble código”, a decir una cosa en público y otra en la cocina de la casa.
El efecto acumulado sobre la inteligencia colectiva ha sido profundo. La censura no solo reduce la diversidad de ideas; empobrece la capacidad de imaginar salidas. Una cultura que castiga el disenso termina castigando también el matiz, la ironía, el ensayo y la duda, herramientas esenciales para cualquier modernización. Por eso, cada ola de prohibiciones culturales dejó tras de sí fuga de talentos, diáspora emocional y un canon artístico que, en su versión oficial, parecía sospechosamente limpio de contradicciones. Lo que se perdió no fueron “permisos”, sino futuros posibles.
La era digital no disolvió estas inercias: las trasladó. La concentración estatal de las telecomunicaciones, la vigilancia y las normativas que penalizan publicaciones “contrarias al interés social” adaptaron la vieja lógica de la coletilla al feed contemporáneo. Donde antes había listas negras y cartas de retractación, hoy hay reportes, bloqueos, cortes de servicio y procesos administrativos contra usuarios incómodos. El patrón persiste: primero se cercan los medios, luego las prácticas y, por último, la imaginación.
¿Puede una sociedad salir de esa jaula sin perder la cohesión? La respuesta exige reconocer el daño simbólico y material: reparar a víctimas, desclasificar archivos, desmontar monopolios informativos y devolver autonomía a las instituciones culturales y educativas. Pero también requiere algo más íntimo: reaprender a disentir sin miedo. La libertad de expresión no es un adorno liberal ni un lujo “burgués”; es infraestructura de desarrollo. Sin crítica, no hay innovación; sin pluralismo, no hay comunidad, solo alineación forzada.
Cuba arrastra seis décadas de un proyecto que confundió unanimidad con consenso y disciplina con virtud cívica. Su saldo no se mide solo en periódicos cerrados o conciertos prohibidos, sino en biografías mutiladas y generaciones entrenadas para sospechar del matiz. Desandar ese camino es, a la vez, un acto de justicia y una política de futuro: devolverle al país su idioma más fértil, el de la diversidad y la duda.
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