Villa Clara
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"Derechos Humanos: No Son Moneda de Cambio ni Bandera de Oportunismo"
Por: Antonio Suárez Fonticiella
Los derechos humanos no son un concepto abstracto ni una herramienta política; son la base mínima de la dignidad y la libertad humana. Son universales, indivisibles y no negociables. No pueden depender de ideologías, gobiernos o intereses económicos. Cuando un derecho se viola en cualquier lugar del mundo, se compromete la integridad de todos los demás. No puede haber una defensa selectiva, no podemos elegir dónde sí y dónde no indignarnos. La coherencia en su defensa no es una opción: es un deber moral.
Sin embargo, vivimos en una época marcada por un profundo doble rasero. Vemos a personas, organizaciones e incluso gobiernos que se rasgan las vestiduras en defensa de los derechos humanos en un país, mientras callan, justifican o incluso celebran su violación en otro. Esta hipocresía política desnuda la instrumentalización de un principio que debería ser sagrado. Quienes actúan así no luchan por la dignidad humana, luchan por sus propios privilegios y por sostener narrativas que les convienen.
El caso de Cuba es un ejemplo doloroso de este fenómeno. Hay quienes justifican la represión, la falta de libertades y las violaciones sistemáticas de derechos en nombre de supuestos logros en educación y salud. Argumentan que la precariedad, la censura y el miedo son un precio aceptable si el Estado ofrece ciertos beneficios sociales. Pero ningún servicio, por valioso que sea, puede ser excusa para negar la libertad de pensamiento, la libre asociación o el derecho a expresarse sin miedo. Defender lo contrario es traicionar el principio esencial de los derechos humanos: que todos tienen el mismo valor y que no se negocian.
Pero sería un error pensar que esta doble moral ocurre solo en regímenes autoritarios. También se manifiesta en democracias que, mientras proclaman ser defensoras universales de los derechos humanos, cometen sus propias violaciones o respaldan atropellos en otros países cuando les conviene. Lo hemos visto en nombre de la “seguridad nacional”, de la “lucha contra el terrorismo” o de la “defensa de la democracia”. Las etiquetas cambian, pero el resultado es el mismo: seres humanos convertidos en daños colaterales, silenciados por discursos que justifican lo injustificable.
La defensa de los derechos humanos exige una postura clara y sin matices. No se trata de izquierdas o derechas, de gobiernos o partidos; se trata de principios universales que están por encima de cualquier agenda política. Cuando aceptamos justificar una violación aquí o allá, en nombre de cualquier causa, estamos legitimando que mañana nos arrebaten nuestras propias libertades. Y ese es el mayor peligro: creer que la impunidad de hoy no tendrá consecuencias mañana.
Defender los derechos humanos no es cómodo, porque implica señalar abusos incluso cuando los cometen aquellos con los que simpatizamos o cuando las violaciones ocurren en gobiernos que apoyamos. Pero el compromiso con la verdad, la justicia y la dignidad humana no puede depender de preferencias ideológicas. No puede ser selectivo.
Mientras el mundo siga tolerando la doble moral, cada silencio será cómplice, cada justificación será una traición, y cada mirada hacia otro lado será una sentencia contra nosotros mismos. No habrá democracia verdadera, no habrá libertad real, y no habrá paz posible si seguimos aceptando que los derechos humanos sean una herramienta de propaganda y no un compromiso inquebrantable.
La pregunta es simple y urgente: ¿de qué lado de la historia queremos estar?
Del lado de quienes justifican, callan y negocian, o del lado de quienes exigen, defienden y luchan por la dignidad de todos. Porque mañana, cuando te toquen tus derechos, tal vez ya no haya nadie dispuesto a defenderte.
Los derechos humanos no se negocian. Se exigen. Se respetan. Se defienden. Siempre.
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