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"Cuba: la vejez en el abismo de la pobreza extrema".
Por: Antonio Suárez Fonticiella
En medio de la profunda crisis económica y social que atraviesa Cuba, los adultos mayores se han convertido en las víctimas más invisibles y desprotegidas. Datos recientes del Observatorio Cubano de Derechos Humanos son alarmantes: el 91 % de los cubanos entre 60 y 69 años vive en la pobreza extrema, y casi el 70 % ha tenido que dejar de desayunar, almorzar o cenar. La situación es aún más dramática para los mayores de 70 años: el 94 % vive en pobreza extrema y casi el 80 % ha tenido que suprimir alguna comida diaria. Estas cifras no son simples porcentajes; son la radiografía de una realidad que golpea la dignidad humana y evidencia el colapso de un modelo económico que, durante décadas, prometió amparar a sus ciudadanos “de la cuna a la tumba”.
El sistema cubano, que se presentó durante décadas como garante de la justicia social, hoy no es capaz de asegurar a sus ancianos lo más básico: la alimentación diaria. Los jubilados, que trabajaron buena parte de su vida bajo un esquema estatal, reciben pensiones que no alcanzan ni para una semana de comida. Esto rompe el principio fundamental de reciprocidad entre el Estado y el ciudadano: el compromiso de que, tras años de trabajo, se pueda vivir con dignidad.
La pobreza extrema en la tercera edad no es solo el resultado de la inflación o del colapso productivo; también es consecuencia de prioridades políticas erradas. Mientras se destinan recursos a proyectos que no generan bienestar inmediato para la población, se descuida la atención social a los más vulnerables. La pregunta incómoda es inevitable: ¿cómo puede un gobierno hablar de conquistas sociales mientras sus ancianos hacen una sola comida al día?
El impacto de la malnutrición en personas mayores va más allá del hambre física: aumenta el riesgo de enfermedades, reduce la expectativa de vida y deteriora la salud mental. Además, empuja a muchos ancianos a depender totalmente de familiares o incluso de la ayuda de desconocidos, generando una pérdida de autonomía que afecta su autoestima y sentido de utilidad. La sociedad cubana, marcada por la resistencia y la capacidad de adaptarse a la escasez, corre el riesgo de normalizar esta tragedia. El hambre de los ancianos no es solo un problema económico: es un síntoma de un sistema que ha perdido la capacidad o la voluntad de cuidar a quienes más lo necesitan.
Que en Cuba más del 90 % de los adultos mayores viva en pobreza extrema no es solo una estadística: es una denuncia moral. Habla de una generación que entregó su vida laboral a un país que hoy no les garantiza ni el pan de cada día. Y plantea una pregunta urgente: ¿cómo se mide el éxito de un sistema político si sus mayores mueren antes de tiempo, no por falta de medicamentos sofisticados, sino por la ausencia de un plato de comida? Si la crisis cubana tiene un rostro más doloroso, es el de sus ancianos. Invisibles para los discursos oficiales, pero visibles en cada cola, en cada plato vacío, en cada paso lento de camino al mercado. Ellos son la memoria viva de un país… y hoy, son también su herida más profunda.
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