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"Bancarización en Cuba: entre el fracaso estructural y la represión económica".
Por: Antonio Suárez Fonticiella
El proyecto de bancarización en Cuba, presentado por las autoridades como un paso hacia la “modernización” y la “eficiencia”, ha terminado siendo otra promesa incumplida dentro del largo historial de reformas fallidas que marcan la economía nacional. Lo que en muchos países funciona como herramienta para impulsar la transparencia, el control financiero y la comodidad del ciudadano, en la isla se ha convertido en un campo de frustraciones, colas interminables y descontento social.
Desde hace décadas, la política económica cubana se ha caracterizado por imponer medidas desconectadas de la realidad, sin la infraestructura mínima para sostenerlas. El caso de la bancarización no es distinto. En los años noventa, tras la crisis del “Período Especial”, el uso del dólar y más tarde del CUC fueron mecanismos de supervivencia improvisados. En lugar de planificar un sistema financiero sólido y estable, el Estado se limitó a parches temporales que alimentaron desigualdades. Hoy, el intento de desplazar el efectivo por pagos digitales reproduce el mismo patrón: una estrategia forzada, sin tecnología adecuada ni confianza ciudadana.
Los cajeros automáticos, la columna vertebral de cualquier sistema bancario moderno, en Cuba son un símbolo del colapso. Obsoletos, insuficientes y con escasez crónica de efectivo, generan un clima de incertidumbre constante. Mientras tanto, los comercios y mipymes rechazan de manera casi generalizada las tarjetas, obligando al cubano a regresar al papel moneda como única garantía de intercambio. Alternativas como Caja Extra no han resuelto nada; más bien han expuesto la precariedad y la improvisación con la que se intentó forzar la medida.
En el plano internacional, la comparación resulta devastadora. En países latinoamericanos como Brasil, México o incluso República Dominicana, la digitalización bancaria ha avanzado con relativo éxito gracias a la combinación de políticas estatales, inversión privada y confianza en el sistema financiero. Aplicaciones como Pix en Brasil o Yape en Perú se han integrado de manera natural a la vida cotidiana porque el ciudadano percibe beneficios claros: rapidez, ahorro de tiempo y seguridad. En Cuba, por el contrario, la bancarización se vive como una carga, un obstáculo más en medio de una crisis que parece no tener fin.
Algunos economistas han denominado este proceso en la isla como una forma de “represión económica”. El término no es casual: obliga al ciudadano a adaptarse a un sistema que no funciona, mientras el Estado descarga sobre él los costos de su propia ineficiencia y del excesivo gasto público. Se castiga así la iniciativa privada y se erosiona aún más la confianza popular en las instituciones financieras, que ya venían debilitadas tras décadas de inflación, devaluaciones y decisiones arbitrarias.
Las consecuencias sociales son preocupantes. Con un pueblo que apenas logra sobrevivir entre apagones, escasez y falta de oportunidades, la imposibilidad de acceder a dinero efectivo genera una sensación de asfixia. Además, la inminente subida de pensiones plantea un interrogante crítico: ¿cómo se harán efectivos esos pagos si ni siquiera se garantiza la liquidez mínima en los cajeros? Este desfase entre la política oficial y la vida real es el reflejo más claro del divorcio entre un Estado obsesionado con el control y una ciudadanía que clama por soluciones tangibles.
En última instancia, la bancarización en Cuba no solo ha fracasado como política económica: ha dejado al descubierto la incapacidad del régimen para adaptarse a un mundo globalizado. Mientras otras naciones avanzan hacia la inclusión financiera como motor de crecimiento y modernización, la isla retrocede hacia un modelo de coerción y precariedad. La historia cubana demuestra que cuando las reformas se imponen desde arriba, sin atender a la infraestructura ni a la realidad de la gente, el resultado siempre es el mismo: descontento, desconfianza y crisis permanente.
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