"Cuba: El Holocausto Silencioso de una Revolución Muerta"

Por: Juán Manuel Moreno Borrego 


No hace falta detonar bombas sobre ciudades ni exterminar multitudes con armas de destrucción masiva para cometer crímenes de lesa humanidad. No es necesario dirigir campos de concentración ni llevar tatuada la imagen de un dictador genocida para destruir a un pueblo. En Cuba, el crimen es más sutil, más prolongado y más perverso: ocurre a plena luz del día, frente a los ojos del mundo, con declaraciones huecas de justicia social y soberanía. El verdugo viste de verde olivo, ondea banderas y cita discursos de unidad, mientras tortura lentamente la dignidad de sus ciudadanos.


El régimen cubano no necesita excusas para reprimir, pero aún así se envuelve en ellas: culpa a un “bloqueo” que no existe, que no le impide comerciar con decenas de países ni enriquecerse con remesas, turismo y relaciones diplomáticas. Construye un enemigo ficticio para mantener el miedo y justificar la represión. Señala con dedo moralista los horrores del mundo, los bombardeos en Gaza, las guerras de EE. UU., el imperialismo, el racismo, mientras encarcela a niños, artistas, periodistas y ciudadanos comunes por el simple acto de pensar distinto.


Cada día, el gobierno cubano asesina el alma de su pueblo. Lo hace con hambre, con censura, con ideología impuesta y educación manipulada. Controla la voluntad a través de la escasez, de la vigilancia, del chantaje. Las mesas vacías de los hogares cubanos alimentan la fantasía de una Revolución que hace décadas se convirtió en pesadilla. Los discursos heroicos no llenan estómagos ni apagan el llanto de una madre cuyo hijo fue condenado a prisión por protestar.


Estamos ante un crimen de lesa humanidad que se ha institucionalizado: sistemático, prolongado, profundamente destructivo. No hay justicia ni legalidad para quienes disienten. El aparato estatal ha criminalizado la libertad misma, convirtiendo el acto de expresarse en un delito y el de pensar en una amenaza.


Hoy, el régimen cubano no necesita fusilar para matar: mata lentamente. Mata de hambre, de miedo, de desesperanza. Borra la historia real para imponer su mito, encarcela cuerpos para domesticar mentes, y empuja a generaciones enteras a una vida de holocausto cotidiano. No es hipérbole, es una verdad que duele: la Revolución ha muerto, pero su cadáver aún gobierna.

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